Fuente: Alvaro Matus, periodista, La Tercera, 19/04/2012
CUALQUIERA DIRÍA que los defensores del Transantiago no andan en micro. Si lo hicieran, se reconocerían muy en deuda. Es cosa de ver la cuncuna humana que se arma a toda hora en el paradero de Providencia con Suecia. En Irarrázaval, por otro lado, hay que armarse de paciencia si uno desea subir por Larraín hacia La Reina, pues apenas hay uno o dos recorridos que cruzan Vespucio. A media tarde, fácilmente se puede estar 40 minutos clavado… ¡Y ni hablar de cómo viene la micro de atestada! En el colmo de los descriterios, en Tobalaba, entre Bilbao y Pocuro, se dispuso de una especie de terminal en la calzada derecha, lo que acentúa aún más la congestión de vehículos que suben por Tobalaba. En fin, cada uno podría citar 10 ejemplos parecidos.
El Transantiago cumplió cinco años en febrero y nadie lo cuestiona seriamente, a pesar de sus cifras desoladoras. Hasta diciembre del año pasado el Estado había gastado 3.800 millones de dólares en un sistema ineficiente desde todo punto de vista. Se prometió reducir los tiempos de viaje, coordinar las frecuencias y bajar el costo de los pasajes. Nada de eso ha ocurrido. El caso del obrero que ahora gasta $ 570 entre Puente Alto y Las Condes es marginal. Como resulta imposible saber cuándo pasará la micro, cualquier cálculo queda en manos del azar. De noche la situación es pueblerina, pues los recorridos se acaban cerca de las 12. Para colmo, ahora imponen una ley de tolerancia cero al alcohol, en circunstancias de que carecemos de un sistema de locomoción pública que le permita regresar a su casa a quien tomó un pisco sour y una copa de vino durante la cena.
Da la impresión de que todas las medidas relacionadas con el transporte en los últimos 20 años han estado orientadas a estimular el uso del vehículo particular. Símbolo de libertad y progreso, el auto convierte a la calle en un bien privado, en un espacio que debe supeditarse a las necesidades de cada cual. De ahí que los conductores sientan tanta irritación al no poder desplazarse a voluntad en las horas de mayor congestión. El Transantiago, desde luego, también contribuyó al atochamiento: fue tal la disminución de la flota de buses, que se disparó la compra de vehículos.
Por todo lo anterior, la demanda al sistema público de transportes no ha hecho más que disminuir: una encuesta de la Universidad de Chile indica que sólo el 50% de los viajes se realiza en locomoción colectiva. De continuar esta tendencia -y todo está dado para que así sea-, es obvio que los subsidios al Transantiago deberán aumentar. Recordemos que para este año el Estado dispuso de 97 mil millones de pesos, los que se suman a la subvención permanente de 123.953 millones de pesos.
Es comprensible la nostalgia de las micros amarillas que podían recorrer Santiago de punta a punta. Eran un poco cochinas y destartaladas, pero permitían que tuviéramos una idea bastante aproximada de cuánto nos demoraríamos de un lugar a otro. Además de revelar la ineptitud y el fracaso de la planificación central, el Transantiago no ha hecho otra cosa que acentuar de la manera más cruel la desigualdad (los pobres siguen en micro y deben soportar toda clase de indignidades) y volver cada día más difícil la vida santiaguina.
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